Nicolette ya no puede ver rostro alguno lleno de repulsión, lascivia, incredulidad o compasión. Con su cabeza encerrada en el cepo, observa el saco de cuero en el que terminará todo. Incomprensiblemente, la rigidez de estómago que la mantuvo despierta la pasada noche se ha transformado en un inquieto movimiento del dedo índice de su pie derecho. Hace seis minutos, tenía más miedo. Hace dos horas, los chillidos ignorantes del público le parecían insoportables. Dos días atrás, confiaba en su buena suerte.
El lógico silencio espeso por fin ha llegado al gentío. El atractivo hombre, que está situado a su derecha, comienza con el ritual haciendo sonar con fuerza su pequeño tambor y provocando un ligero sobresalto en Nicolette. Ella se fija aún más en el saco, el cual espera paciente recoger su propia cabeza. Nota cómo la garganta se seca y cómo la viajera rigidez regresa a sus vísceras.
Tum, tum, tum, resuena el tambor. No hay lugar para pensamientos familiares. Ella fue compasiva en su momento, ahora solamente mira el saco de cuero.
Alguien balbucea y Nicolette trata de levantar la vista. Es en este instante cuando la rígida hoja metálica produce el rápido siseo de bajada. En esta breve caída el cuerpo de la mujer rebosa rigidez y emoción. El acero hace su primer contacto con la nuca y Nicolette emite un breve sonido vacío. En ese momento ve cómo el saco de cuero se acerca.
Ahora ya no. Ahora ese saco se aleja. Y su propia cabeza. Y su cuerpo. Todo es familiar. Los seres humanos mirando a ese cuerpo dividido en dos partes, el suelo lleno de pequeñas y hermosas piedras, las casas acompañando la ceremonia. Todo eso pasa a un segundo plano. Ella comprende que su individualidad ha terminado.
Sigue elevándose. Se eleva lentamente. Con una calma maravillosa alcanza los límites azulados del cielo y los supera, como también supera la chocante incredulidad de su propia muerte. Comprende lo que ve. El ascenso continúa con un suave incremento de la velocidad. Contempla la maravillosa esfera azulada llena de vida que ha sido su vientre materno. Suspendida, pulsante, tranquila. Nicolette entiende el por qué de todo lo relacionado con su antiguo hogar flotante en el espacio y le manda un beso agradecida.
Ahora se fija en la inmensidad oscura llena de hermosas y diminutas luces. ¡Qué belleza!, ¡La Belleza! Comprende que es hora de activar la Conciencia. El tiempo como tal ha sido una etapa. La etapa de la persona a la que llamaban Nicolette. Ya no hay distancias. Nada es mañana, ayer o ahora. Ya no es ella. Es Yo. Yo es. Es Soy.
Admiro los puntos luminosos porque ellos y yo somos lo mismo. Comienzo a expandirme porque los límites han muerto. En mi recién redescubierta deidad la pequeña esfera azulada vuelve a mí acompañada de su vieja estrella amarillenta. Ellas quieren volver a su hogar. Su inmenso calor me recibe con una caricia de infinita suavidad, lo que me produce un llanto celestial.
Coincido, de nuevo, con la liberación.
Una pequeña esfera de millones de kilómetros me da la bienvenida y se introduce alegremente en mí. La felicidad es total. Noto cómo otra esfera un poco más pequeña decide acompañarme y la asimilo. Este ritual se repite con las siguientes cinco trillones. El amor es infinito. Ofrezco mi divinidad a la luz. Dejo que me someta y que me acune para nacer en lo renacido. Es en este instante cuando el ego se muestra con sus ejércitos de vientres fétidos, putas hinchadas, dioses-calcetines y espejos sin fondo. La implosión es inminente. Miles de arañas mecánicas parapléjicas en el sucio desván del yo imaginario se muestran con su desagradable porte. Tienen sus vientres muy hinchados, esperando a ser pisoteadas para que el sonido hueco que producen al ser reventadas les de un poco de popularidad. No saben qué hacer porque esperan a recibir su premio de cristal que les devuelva su belleza inventada. Desean ser perezosas para revolcarse en sus lamentos sin sonidos. La implosión ocurre. El chillido más atroz del universo revienta el tímpano egoísta y el ano vergonzoso del yo ficticio es descubierto. El ego se siente solo porque nunca existió. La implosión se torna en explosión vomitiva, regurgitando las heces podridas de generaciones de Narcisos impotentes, ávidos de frustración premeditada.
El ego ha muerto. Nunca ha vivido.
Las etapas han pasado, los momentos han desaparecido.
Nueve billones de universos danzan porque se crean a sí mismos. Se abrazan, se besan y se aman en un orgasmo de entropía infantil.
Atravieso las veintiuna dimensiones en éxtasis atemporal.
Los tres infinitos son ínfimos.
Supero la crisis de la realización.
Como un ejército de agradecidos milagros, millones y millones de supernovas estallan dentro de mí al unísono componiendo la sinfonía suprema.
Con cada pensamiento creo infinitos Big-Bangs. Con cada sentimiento ordeno un sinfín de leyes universales. Con cada acción aniquilo las realidades mundanas ficticias.
Soy el magma que anticipa a mi Dios. Todos somos Soy.
Pero no. Todavía no.
En medio de la suave penumbra lechosa, una luz penetra por esa hendidura vertical. Entre sonidos repetitivos metálicos y curiosos instrumentos tecnológicos, alguien anima a la pequeña Nicolette para que salga sin temor.
Dentro de ella crece la definición de esfuerzo.
Dentro de ella nace la comprensión del olvido.

(Imagen: "Caricia", 2019)

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